Desde que crecí en años y autonomía, que no digo libertad, nos hicimos amigos. Nuestros primeros encuentros fueron fortuitos, es cierto. Yo dejaba el estudio para el final, y siempre acabábamos encontrándonos. Recuerdo más de una ocasión en que nos despedimos, sin haber dormido, justo cuando el sol, invisible pero cercano, lanzaba sus primeros rayos. Hemos vivido tanto. Cada día, desde aquella época, al amanecer me siento desorientado. Yo no la encuentro y ella no me deja buscarla. Debo confiar en que aparecerá, igual que un niño confía en que, llegado el tiempo, su madre volverá y lo sacará de la escuela. Igual que un anciano quien, encerrado en el claustro de una cama con barandas, tras preguntar cada noche si alguien le despertará al día siguiente, espera. Duerme y espera. Aun no viéndola, ella está. Me acompaña en silencio durante la jornada, discreta, sigilosa, humilde. Y llegado el momento, es también ella quien roba la luz al día para, lejos de apagar, transformarla en antor...
Un espacio de reflexión que incluye opiniones, pensamientos, reflexiones, certezas y creencias que no tienen por qué ser ciertas, pero que son mías. Soy misionero. Soy cura. Intento creer...