Era viernes.
Había pasado el recreo y los alumnos estaban en el aula. Abusando de la
confianza de un aspirante a maestro, irrumpimos en un aula de primaria. Los
niños –todavía de pocos años- permanecían en un silencio sorprendido. Sus ojos
jugaban con sólo contemplar la presencia de aquellos extraños. Durante el breve
diálogo que mantuvimos, mis ojos también jugaban al descubrir sus cuerpos pequeños
y sus sonrisas.
Cinco
minutos entrañables. Cinco minutos que ellos pronto olvidarán. Cinco minutos
que me hacen recordar el vacío de todo aquello que ya olvidé, pero que sin duda
mereció la pena.
Gracias a
esos niños, hoy temo un poco menos al olvido y a la muerte, pues ahora sé que
vivir es cargar con el recuerdo de los otros, y que morir no es sino dejar a
otros recordar nuestros olvidos.
Comentarios
Publicar un comentario