El mundo se ha vuelto pequeño. Cualquier lugar parece accesible, más aún para los jóvenes. Las riquezas
propias de cada cultura pueden ser conocidas, aunque al mismo tiempo las
tragedias son hoy retransmitidas en directo, seguidas en Twitter. Una niña en
siria sube fotos de los bombardeos, un secuestrado en Paris pide ayuda mientras
los terroristas ocupan la sala de conciertos, y los pasajeros del vuelo se
despiden mientras se acercan a tierra.
Esta cercanía con la tragedia es una
realidad nueva y, si bien posibilita una solidaridad universal, al mismo tiempo
puede suceder que esté ligada a una solidaridad débil, de corte emotivista, y tal
vez compatible con la indiferencia, de cuya globalización el papa advierte a
menudo.
Se hace hoy necesario participar de la realidad
social, colaborar con la acción en su transformación. Hemos de empeñarnos en reducir la distancia entre la
confusión intelectual, la profunda “cercanía sentida” ante los problemas
globales, y la distancia real con ellos, situados al margen de nuestros “puentes de acción”.
¿Cómo integrar mente, manos y corazón, en una sociedad globalizada en que los
hechos aparecen, muchas veces, desligados de las causas y las consecuencias; en
que el presente se percibe separado del pasado y del futuro, y la historia
rota?
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