Santi no era daltónico de ojo. Sus ojos estaban bien, pero era ciego por dentro. No le gustaba pintar y le daban miedo los colores. Los árboles se habían vuelto demasiado verdes, demasiado azul el mar, y descaradamente marrones los ojos de la mujer con quien compartió caricias y nostalgias.
No fue todo de repente. Empezó eliminando el rojo cuando de niño sus rodillas lloraron tras rodar por el suelo; más tarde cayeron amarillo, rosa y azul. Ya adolescente, Santi se quedó sin naranja ni violeta. Así fue perdiendolos uno a uno, hasta quedar finalmente desesperanzado y gris.
Él no era diferente. Le habían enseñado el miedo y la tranquilidad. El miedo a la bondad y al rostro extranjero. La tranquilidad del televisor y del arma cargada en el cajón de la mesita.
Él no era diferente, hasta que empezó a no soportar más. La realidad era demasiado real, y los colores demasiado evidentes. Entonces fue cuando lo hizo. No dijo nada a nadie, y se encerró en su casa. Allí malvivió, asaltado durante la noche por coloridos sueños, inquieto durante el día ante la proximidad de la noche. Un domingo de marzo, enemistado de todo, se acercó a la mesita, y se hizo a sí mismo blanco de su negro revólver, y de sus grises.
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