Por despistado tomaban todos a
Don Marcial. Había de esforzarse sobremanera para no ir olvidando todo a cada
paso: contraseñas, nombres y colores, el lugar donde estacionó y hasta las
rosas que cada año (alguna vez) regalaba a su esposa el día de su aniversario.
Pero Marci, como algunos le
llamaban, era un luchador. Se armaba de lentos ritos para no caer en las
desastrosas consecuencias de sus despistes cotidianos. Caminaba con una pequeña
agenda en el bolsillo, la cual a menudo consultaba. Se dejaba avisos en la puerta,
en el móvil y hasta en la ducha. Y procuraba dejar siempre las llaves sobre la
misma repisa. Así le era fácil encontrarlas, aunque cuando no estaban allí no
sabía dónde buscar.
A pesar de largos años de
entrenamiento, el despiste y la nostalgia fueron ganándole terreno, sobre todo
desde que su casa se vació de una presencia muy querida. Él, con una copa en la
mano y el horizonte nublado, se escondía en locos pensamientos.
Las personas son llaveritos grandes
–se decía-. Siempre creemos que estarán donde creímos dejarlas. Lo bonito –y lo
jodido- es que no siempre es así. A menudo nos sorprenden, caminando mucho más
lejos que nuestros prejuicios, abriendo los cajones donde pretendimos
guardarlas, volando libres y lejos, más allá de nuestra mirada.
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