Santi no era daltónico de ojo. Sus ojos estaban bien, pero era ciego por dentro. No le gustaba pintar y le daban miedo los colores. Los árboles se habían vuelto demasiado verdes, demasiado azul el mar, y descaradamente marrones los ojos de la mujer con quien compartió caricias y nostalgias. No fue todo de repente. Empezó eliminando el rojo cuando de niño sus rodillas lloraron tras rodar por el suelo; más tarde cayeron amarillo, rosa y azul. Ya adolescente, Santi se quedó sin naranja ni violeta. Así fue perdiendolos uno a uno, hasta quedar finalmente desesperanzado y gris. Él no era diferente. Le habían enseñado el miedo y la tranquilidad. El miedo a la bondad y al rostro extranjero. La tranquilidad del televisor y del arma cargada en el cajón de la mesita. Él no era diferente, hasta que empezó a no soportar más. La realidad era demasiado real, y los colores demasiado evidentes. Entonces fue cuando lo hizo. No dijo nada a nadie, y se encerró en su casa. ...
Un espacio de reflexión que incluye opiniones, pensamientos, reflexiones, certezas y creencias que no tienen por qué ser ciertas, pero que son mías. Soy misionero. Soy cura. Intento creer...