Sucedió hace no más de dos docenas de días. Estábamos sentados a la mesa. Demasiado conocidos como para hablar del tiempo. Demasiado distantes como para permanecer en silencio. Yo, queriendo burlar con sorna la vejez del anciano, le pregunte: "¿qué es lo mejor que descubres en esta generación, que no es la tuya?". Él tragó la verdura, sostuvo inmóvil el tenedor y, mientras me miraba, comenzó a masticar aquellas palabras recibidas por sorpresa.
Tomó su tiempo, amagando varias palabras, hasta que consiguió desentrañar de su lengua senil algunas sílabas sinceras.
Tras ello, el tenedor se movió de nuevo. El debate parecía haber concluido sin un claro ganador. En cambio, varios silencios más tarde, el abuelo, interesado, me devolvió la pregunta. Fue entonces cuando me respondió. Su honesta búsqueda me mostró el más joven de sus rostros. Mi respuesta callada me envejeció cien años en un instante.
Desde aquel día, ejercito mi optimismo sociológico y trato de aprender de los viejos. No son de nuestro tiempo, es verdad, pero son nuestros.
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