Cuando mis ojos se abrieron tenía 17. No me gustó lo que vi en la tierra, y decidí sin saberlo soñar mirando al cielo. La tierra dijo mi nombre, dejándome en la escisión a los 20, debiendo elegir entre cielo en equilibrio y tierra enrarecida. Hoy, a los 23, el cielo me queda lejano, y es la complejidad del barro la que me invita a mirar hacia dentro: a la tierra, y más acá de ella misma. Donde habita una Palabra que late y corre por el corazón del mundo; una Palabra que graba nuevos horizontes en el hombre que duerme y en la mujer que sueña.
Es loco el viejo barbudo... De un tiempo a esta parte se volvió tan franco y libre que no tiene problema en llevarse con frecuencia a sí mismo la contraria, sin dejar por ello de pensar como piensa ni de hablar lo que dice, incluso aunque a veces, prefiriendo no pensar, simplemente calle. Yo quiero de mayor ser como él, viejo, barbudo, libre y loco. Y si no llego a mayor ni me curo de lampiño, me conformo con libre y loco, que cuerdos ya los hay muchos, y no existen locos presos. Los viejos con los años se liberan de todo... ...los libres parecen locos... ...y los locos, aunque mueran, jamás envejecen. ¿Cómo no desear la libertad de cumplir años? ¿Cómo huir de la locura del evangelio?
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