Cuando mis ojos se abrieron tenía 17. No me gustó lo que vi en la tierra, y decidí sin saberlo soñar mirando al cielo. La tierra dijo mi nombre, dejándome en la escisión a los 20, debiendo elegir entre cielo en equilibrio y tierra enrarecida. Hoy, a los 23, el cielo me queda lejano, y es la complejidad del barro la que me invita a mirar hacia dentro: a la tierra, y más acá de ella misma. Donde habita una Palabra que late y corre por el corazón del mundo; una Palabra que graba nuevos horizontes en el hombre que duerme y en la mujer que sueña.
Cada cierto tiempo alguien me dice: Martín, ¿ya no publicas lo que escribes, o es que has dejado de escribir? No tengo respuesta. O sí. A veces uno tiene necesidad de vivir, y a veces de pensar lo vivido. Y este tiempo, quizá, he estado ocupado. O perdido. O enfocado. O distraído. Qué más da. Hoy escribo para ti, así que prefiero no desvelarte lo que es mío. Necesito que antes recuperemos la confianza. Han pasado dos años. Dos años desde la última vez. Enero de 2020. Y me enfrento a ti, lector, y a mí mismo, con el pudor de dos antiguos amigos que, compartiendo mesa en la boda de un pariente lejano, se observan, como tratando de descifrar los restos de un pasado compartido, las marcas de tropezones en la cancha, pedradas en el parque, estrellas en el alma. -¿En serio eres tú?- nos preguntamos sin apenas decir. Todo ha cambiado. Todos hemos cambiado. Te miro, mientras suena la música. Te miro y no sé quién soy. -¿Qué tal te fue la guerra? -pregunto. Poco después me arrepien...
Comentarios
Publicar un comentario